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Opinión

Christian Martinoli

Uno de los mejores cronistas deportivos en México, trabaja para TV Azteca y ha colaborado con RÉCORD desde 2010.

Insurrecto

2016-10-20 | Christian Martinoli
CHRISTIAN MARTINOLI
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Exultante, conmocionado, quizá incrédulo, movía la cabeza en forma de negación mientras apretaba los puños, gritaba enloquecido y corría sin rumbo fijo en medio de una pradera que se quemaba a su paso. El 11 de julio del 82, Marco Tardelli, mediocampista de la Juventus, al minuto 69 en el Santiago Bernabéu de Madrid, era el mismísimo Vesubio; había marcado el gol de su vida en la Final del Mundial contra Alemania, “su anotación perfecta”, patentando la celebración modelo, el festejo que engloba todo lo que el futbol representa para los mortales. Una erupción, un orgasmo futbolístico con placebo infinito, interminable, incuestionable. Una imagen rotunda de gozo y catarsis, bien futbolera, bien italiana.

La escena del tricampeonato de la Nazionale y la de Tardelli, en éxtasis perenne, retumbaba por cada rincón de la ‘bota’. Los italianos habían esperado 44 años para volver a dominar el mundo del balón y nadie quería perderse la oportunidad de ser un poco Tardelli, bramando triunfo como cuando los romanos conquistaban tierras inhóspitas y regresaban a casa con sus galeas encumbradas en la mano victoriosa.

Todos deseaban gozar de la fiesta, de esa felicidad que sólo entrega de manera incuestionable la coronación; sin embargo, había algunos que dentro de la alegría no podían descuidar sus obligaciones profesionales, por más que escucharan las sirenas, las bocinas y el murmullo que desprendían las calles. Por eso cuando Giovanna Perrelli llegó al hospital con ocho de dilatación, los médicos dejaron por un momento las dulces y frescas imágenes que arribaban desde España por el televisor y se concentraron en la madrugada del 12 en traer al mundo al pequeño Antonio, al que de hecho su padre, Gennaro Cassano, un hombre ausente durante toda su infancia, quería llamarlo Paolinorossi, en honor al delantero Paolo Rossi, quien había sido uno de los máximos protagonistas del reciente logro azurro; sin embargo, Giovanna y la autoridad del registro civil detuvieron semejante atrevimiento. 

Creció en el Viejo Bari, a dos cuadras del mar y en una casa vetusta con olor a pasado. Agrietadas y peligrosas calles lo veían pasar pateando piedras o lo que encontrara mientras guardaba religiosamente en su pantalón una pequeña foto de su ídolo: ‘El Defensor del Sur Italiano’ Diego Maradona. “Jugábamos en el mercado de mi ciudad en la Piazza Ferrarese sorteando puestos y gente hasta las once de la noche”, le contó al diario As.

En casa tenía unas paredes repletas con goma reciclada que servían de protección a los balonazos que lanzaba desde cualquier punto. El colegio simplemente fungía como un pretexto para seguir jugando al futbol con sus compañeros, una vez sonara el timbre de salida.

Todos lo querían en su equipo porque era vivo, pillo, un muchacho inquieto, de alma ganadora y con un enorme instinto de supervivencia; para colmo tenía buena técnica, mucha potencia como delantero y esa suerte de mago, ya que era adorador de pisar la pelota y tirar tacos.

Por eso la Fiorentina, cuando tenía nueve años, le otorgó una prueba; sin embargo, su estatura no los convenció. Después, a las 13 primaveras, fue el Parma, el equipo que le lanzó la caña, pero su madre decidió que jugaría para el equipo local: Bari, debido a que deseaba tener cercano a Antonio y vigilarlo para evitar que cayera en malos pasos.

Con los entrenamientos cada día más comprometedores, la escuela dejó de ser prioridad, si es que alguna ocasión lo fue. Por ello trabajaba descargando cajas con pescado en los restaurantes de la ciudad, mientras seguía vigente su sueño de lograr hacerse rico tras una pelota.

Con apenas 17 años debutó y en su segundo partido en Serie A detonó las alarmas. Con el juego empatado a un gol, jugando de local en el San Nicola, ante su escuadra de afición infantil: el Inter, Antonio, enganchó de ‘inglesa’ sobre la marcha una pelota larga que después dominó con la cabeza, cual foca, para encarar el arco visitante, desparramar entrando al área a Laurent Blanc, dejar en ridículo a Christian Panucci y liquidar al arquero Fabrizio Ferron. Un golazo al 87’ que le dio la victoria a su equipo y que fue celebrada por decenas de personas que lo hicieron desaparecer de la toma de televisión, una vez que eufórico había librado los anuncios publicitarios yendo en busca de la galera pidiendo idolatría.

“Ese gol cambió mi vida. De no haberlo hecho habría terminado de ladrón y quizás en la cárcel. En mi barrio era común escuchar tiroteos y ambulancias. Nosotros los del sur somos medio hijos de puta, nos creemos muy listos; a mis amigos y a mí no nos gustaba trabajar, ni la escuela y sólo queríamos jugar futbol”, relata en su autobiografía: ‘Lo digo todo’. 

En poco tiempo su carrera tuvo un despunte impensado y de vivir al día, pasó a la Roma y se hizo rico, vistiendo ropa de marca, conduciendo autos deportivos de lujo, comiendo a destajo en los mejores y más caros restaurantes de la capital italiana y siendo adicto al sexo. 

“Me debo haber acostado con 600 o 700 mujeres; sexo, comida y futbol es lo mejor que hay en la vida”.

Se convirtió en primera plana deportiva y también en escándalo de revistas. Rebelde e impulsivo hasta la casa de enfrente, Cassano no podía con sus instintos primarios y su rudo código postal. “Alguna vez me escapé de la concentración y regresaba a las seis de la mañana completamente enfiestado, igual jugaba bien”.

Francesco Totti lo adoptó, lo dejó vivir en su casa durante seis meses y prácticamente lo fue guiando dentro del club romano, hasta que un día Cassano se insultó con Antonio Sensi, hombre fuerte de la Roma. El delantero, sabedor de su falta, no contento con no aceptarla pidió que Sensi se disculpara con él públicamente y de rodillas, tema que enardeció a Totti, capitán que le quitó el habla durante un par de años.

En la Final de la Coppa Italia frente al Milan, fue expulsado por insultar al árbitro Rosetti, al que gráficamente le hizo cuernos. La paciencia se había terminado en el club de la Lupa Capitolina, por lo que, aislado del primer equipo, su representante le consiguió de manera increíble un contrato con el Real Madrid.

“No lo podía creer, jugaría con ‘Los Galácticos’, a pesar de que llegué con 10 kilos de más, empecé bien y después... Bueno, cuando vas al Madrid, o te concentras y la pasas en familia o haces tonterías, está claro que yo hice lo segundo, pero me la pasé fenomenal”, relató para As. 

Cassano le pagaba 200 euros de propina a un mesero del hotel Mirasierra para que cada noche de concentración le trajera cinco o seis croissants y de paso sacara a la dama de turno de su cuarto sin que nadie se diera cuenta. “Yo era Cassano, jugador del Madrid. Si hubiera trabajado en cualquier otra cosa no me hubiera mirado ninguna. Yo soy bueno, pero no soy guapo”.

En dos temporadas apenas jugó y le alcanzó para meter un par de goles. “Fue un error irme de la Roma, pero no podía decirle que no al mejor equipo de todos”, suele justificarse en la actualidad.

Con la Sampdoria retomó un poco el rumbo goleador, pero jamás pudo modificar sus arranques. Frente al Torino fue expulsado por agravios y lo que mejor hizo fue sacarse la camiseta y lanzársela al juez Tosel, al que también retó a golpes fuera del estadio, bodrio barato que le costó cinco juegos de castigo y una multa de 15 mil euros.

Además, insultó al dueño de la Sampdoria, el petrolero Riccardo Garrone; tras ser despedido del club genovés, dijo: “Me arrepiento de todo y sería capaz de beberme uno de los barriles de crudo que vende el señor Garrone para que me perdone”.

Pero la vida siempre le entregó distintas oportunidades, para muchos inmerecidas, porque luego de sus escándalos en Génova, tuvo chance de vivir en Milán y vestir las dos camisetas que juegan en el emblemático San Siro. Un premio por donde se le mire.

En su momento inmortalizó la frase de: “Fui pobre, nunca me gustó trabajar y no sé hacer nada. Pasé 17 años de mi vida como un desgraciado y nueve como millonario, así que me faltan ocho años para compensar”.

Jugó en todas las categorías menores de la Squadra Azzurra hasta vestir 39 veces la prenda de la mayor. Debutó en un Mundial a los 31 años, porque antes su carácter y antecedentes provocaron dudas entendibles en los seleccionadores.

Siempre perseguido por la prensa, castigado por el peso y la desidia en los entrenamientos, Antonio respondía siempre así: “Los demás entrenan para ganar títulos, pero yo juego para ser feliz”.

Escribió dos libros sobre su vida y donó las ganancias. “Debo ser la primer persona que ha escrito más libros de los que ha leído”, lanzó sin ruborizarse. 

Sus condiciones técnicas nunca pudieron contra su natura, Cassano, quien iba a llamarse Paolinorossi, quizá pudo ser como aquel impresionante y también polémico delantero de los años setenta y ochenta; sin embargo, siempre quiso más el barrio y el instinto que la moderación, la razón, la concentración y el profesionalismo. Pudiendo ser un crack no llegó ni a pichón.

Una noche en el avión rumbo a Milán sintió que la vida se le escapaba. “Le dije a Thiago Silva que estaba mareado y fui con el doctor que venía adelante. Me hizo lo típico de que siguiera el dedo con la vista. Hubiera apostado todo mi dinero a que mis ojos seguían el dedo, pero el doctor me dijo: ‘Antonio, vamos al hospital’”. Le encontraron una malformación en el corazón.

“Me cagué y pensé : ‘Si hay alguien arriba, que me ayude a ver nuevamente a mi hijo de cuatro meses y después que me lleve’, aquel evento me cambió la vida porque antes no me importaba nada”, cuenta en una entrevista imperdible para As.

Hoy, cercano al retiro, vive un poco más descafeinado, pero le siguen ganando los arrebatos, porque al final para todo cuestionamiento, Antonio tiene una respuesta.

“La noche que yo nací todos los médicos estaban borrachos y eufóricos porque Italia había ganado el Mundial; ¿Usted dirá?”.

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