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Opinión

Felipe Morales

Con un estilo fresco y una pluma original, Felipe Morales nos cuenta las mejores historias del futbol desde su perspectiva periodística.

El laberinto de la soledad

2016-06-29 | Felipe Morales
FELIPE MORALES
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La imagen es apocalíptica. Es el retrato de la muerte del juego colectivo, que, paradójicamente, respira en el botín izquierdo del futbolista más vivo del mundo.

En la foto aparecen nueve chilenos voraces; cinco de ellos mordiéndole los tobillos a Messi; cuatro más, bien esquinados en cada punto cardinal, como francotiradores sangrientos y asesinos de gambetas...

Si es que hubiera que darle muerte a un argentino que se escapara montando a caballo de aquel laberinto de la soledad, como usualmente lo hace, siempre habría nueve andinos que se lo impidieran, a partir de la sincronización del equipo, entendido como el ejercicio coordinadamente efectivo de las voluntades…

Siempre habría una bala calibrada e hiriente estallada en el empeine del rebelde...

Messi siempre estuvo solo.

Lo estuvo en el campo. Lo estuvo en la foto. Lo ha estado en su país...

Pero ya no lo está.

Su temprano adiós anunciado ha redimido las conciencias de los profanos, que hoy se le arrodillan al tiempo para que no corra y a Leo para que recapacite. Argentina ya lo quiere, porque él ya no los quiso. Y no hay nada que le duela tanto a un argentino que el desprecio…

Se fue de Argentina errando un penal, al que si se le quita la “L”, fue eso: Una pena, que después fue un llanto pleno y desahogado con las lágrimas de plata, que se escurrieron de los ojos del gobernador del mundo y de la pelota, que otra vez, por un instante, fue un niño inconsolable. 

Todos quisiéramos ser Lionel Messi. Menos Messi, quien solamente ha cometido el pecado de nacer argentino, cuando en realidad es el hijo del mundo, que lleva un cordón umbilical invisible que le va desde el ombligo hasta aquella zurda planetaria.

Argentina pierde más sin Messi que Messi sin Argentina. Eso lo sabe un ciego, que no ve, pero que siente. Todos lo sabemos. Menos ellos. Los ciegos albicelestes, que le reclaman si tiene el pecho frío, cuando tiene los pies calientes. 

Más calientes, por cierto, que el choripán que se comen algunos con el chimichurri escurrido en la playera, mientras lo matan sentados en el sofá de las miserias. 

Sepan que Messi cruzó el laberinto de la soledad con el recurso del instinto, sin que nadie se le arrimara para devolverle una pared. 

Y ahí va, con la zurda multiplicada a través del tiempo y del espacio, con la velocidad de la luz sin el aviso del trueno, cambiando la marcha con los pies, pero avisándola desde la mirada, clavada en el pasto, con la pupila en trance, entre una tormenta de ideas...

Messi no ve. No cuenta. No sabe sin son seis o cuatro piernas. No supo si fueron nueve chilenos detrás de sus gambetas. Nunca lo supo. Ni lo quiere saber. 

Él solo quiso una pelota y una cantimplora para arrojarse sin mapa al laberinto de la soledad…

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