Felipe Morales
Con un estilo fresco y una pluma original, Felipe Morales nos cuenta las mejores historias del futbol desde su perspectiva periodística.
La suerte de no ser Gignac
La soledad tiene misteriosas ramas, que abrazan al solitario o al que se siente solo, que no es lo mismo. Hay triunfos huecos con contornos de vacío, que alimentan el ego de cuerpos desnutridos. Hay derrotas vivas y encendidas, que multiplican el espíritu deportivo.
La infravaloración del segundo lugar tiene anticuerpos peligrosos. Ser subcampeón no está permitido en el mundo de los obsesivos. Sin que se quiera perder sistemáticamente, porque se juega para ganar, pareciera que acumular los segundos méritos en cualquier tarea, genera una extraña jaqueca, que marea…
Pero sepan que perder una Final no es lo mismo que ser un perdedor. No saber perderla, sí.
“Los momentos de mi vida en los que yo he crecido tienen que ver con los fracasos; los momentos de mi vida en los que yo he empeorado, tienen que ver con el éxito.
“El éxito deforma, relaja, engaña, nos vuelve peor, nos ayuda a enamorarnos excesivamente de nosotros mismos; el fracaso es todo lo contrario, es formativo, nos vuelve sólidos, nos acerca a las convicciones, nos vuelve coherentes”: Marcelo Bielsa.
El futbol tiene misteriosas propiedades. Se toma algunas concesiones sin pedir permiso. Los vicios de un vestidor inflamado por la ponderación del “yo” antes que el “nosotros”, juega desde partidos en canchas de ‘Fut 5’ con balones despintados hasta en Finales del futbol mexicano, en una demostración de que la pelota, que rueda (casi) igual en todas las llanuras, no requiere exclusivamente de contratos ridículamente millonarios para la expresión de su irónico decálogo.
Un amateur con barriga y sueños oxidados de Neymar tiene la misma oportunidad de observar al triunfo desde el cristal de la humildad.
Un barbado futbolista, que bien podría ser la portada de la edición de junio de GQ, puede golpear a un reportero por la espalda, porque se quiere tanto a sí mismo, que entiende que el segundo puesto funge como un conveniente pretexto…
Es el caso de André-Pierre Gignac, el futbolista informal, que se educó con goles. Puede jugar una Final con el cuello averiado o patear a portería desde 40 metros con la facilidad con la que se ata las agujetas, pero no sabe cómo desactivar las eventuales contraindicaciones de la vida.
Como el futbol tiene algunos paralelismos, que pueden ir acompañados de risas, yo también jugué una Final, un día antes de aquel exabrupto de Gignac.
En una cancha en la Colonia Condesa, había casi 17 personas en las tribunas. Ha sido lo más cerca (desgraciadamente) y lo más lejos (afortunadamente) que he estado de ser Gignac en una Final. Perdimos.
Y mientras le daba la mano a los regordetes rivales, me acordé otra vez de Marcelo Bielsa, porque cuando caes en algo, en lo que esto sea, se comprime la valoración de tus alcances.
“No permitan que el fracaso les deteriore la autoestima. Cuando ganas, el mensaje de admiración es tan confuso, te estimula tanto el amor hacia uno mismo y eso deforma tanto. Y cuando pierdes, sucede todo lo contrario. Lo importante es la nobleza de los recursos utilizados”. Ellos nos dedicaron una porra.
Yo, por supuesto, tenía la mirada clavada en el pasto artificial, como metáfora de mis habilidades de profesional, porque, está claro, no soy ni la uña del francés Gignac.
Y por primera vez descubrí, con una ligera sonrisa, que eso me resultó una estupenda noticia…