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Opinión

Luis García

El Doctor une el amplio conocimiento deportivo con un estilo propio. Sus geniales comentarios que lo han hecho referente de la TV tienen también su lugar en nuestro diario.

River y Boca: Odisea

2018-11-27 | Luis García
LUIS GARCíA
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Desde hace algunos días mi Christian Martinoli, cuando se enteró que su amado River Plate jugaría la Final de la Copa Libertadores, empezó a mover sus hilos, a sacudir a sus contactos y a hacer cualquier movimiento con la intención de que viniéramos a Argentina a disfrutar un duelo de antología, la Final del mundo como algunos se atrevieron a etiquetarla.

Para los que no conocen bien a mi nalgón, es un hombre fascinante, íntegro, frontal, directo, generoso, solidario, pero sobre todo intenso. Si existe algo que se le cruza por la mente, su nivel de intensidad por hacerlo posible raya lo inverosímil.

Pues bien, durante varios días no pasaba nada, tanto que di por descartada la posibilidad, hasta que el miércoles vía Parodi, el representante de Jorge Valdano, nos confirmaron las entradas: teníamos un par de acreditaciones para entrar al Monumental.

Otra de las virtudes de Christian es su gran capacidad de organización, máxime cuando de viajar se trata, le encanta, y podría sin el menor problema montar una agencia de viajes, es una fiera para ello. Organizó el viaje completo, me avisó de mi boleto de avión, del hotel, de todo, y salimos el viernes por la mañana. Al viaje se coló el nefasto de Rodrigo Macías.

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Dado que viajamos con frecuencia nos dieron ascenso, por lo que nuestra aventura empezó muy bien, viajamos en primera clase; es tan escasa mi frecuencia en esa categoría que tuve que esperar a ver a mi compañero de viaje para saber cómo acostar el asiento, cómo conectar los audífonos y hasta cómo jalar la mesa para comer, un inútil total.

Llegamos a Argentina por la noche, fuimos al estadio a realizar un pequeño enlace vía celular para Los Protagonistas y fuimos a cenar a Don Julio, una experiencia gastronómica que nos reventó los sentidos de lo maravillosa que fue.

Nos levantamos el viernes con ansiedad. Christian más que nadie, como planea todo, ya nos había mencionado que no debíamos usar ninguna prenda color azul –debo decir que mi guardarropa en un porcentaje de 90 por ciento es azul– ni nada amarillo, para no ser incordiados por la parcialidad del Millonario.

Recogimos las entradas con la gente de Fox Sports Argentina en sus oficinas y empezamos a caminar rumbo al estadio. Fue una larga caminata por la avenida Libertador que estaba toda bloqueada por miles y miles de hinchas de River que cantaban y bailaban sin parar, fue una amenazante, pero poderosa experiencia caminar junto a ellos.

Llegamos a los retenes para accesar, mucha gente arremolinada enfrente de la policía, la prefectura y la gendarmería, quienes seriamente, pero respetuosos intentaban orientar a los que teníamos entradas y trataban de impedir el ingreso a quienes no tenían, que después de lo vivido fueron otros miles.

Vimos cómo una tercia de hinchas se intentaron colar con las famosas corretizas, y vimos cómo varios policías los persiguieron y los tundieron a palos. insisto, empezamos a ser partícipes de ciertas acciones a las que no estamos acostumbrados. 

Después de un largo trance, ingresamos al Monumental, escenario fastuoso, pintado de rojo, blanco y negro. Me emocioné hasta la médula, comenzaba la verdadera locura. Nos tocó en platea móvil, es decir, en el pasillo, parados, donde te puedes mover a discreción del lado opuesto a los banquillos.

La ansiedad crecía, los ensordecedores y rítmicos cánticos aparecían con cierta frecuencia y se apagaban, se palpaba en la tribuna una extraña combinación de nervio y festividad.

Y se vino la hecatombe: la agresión a los jugadores de Boca cuadras antes de su llegada –las y los argentinos, en su mayoría, van al estadio con audífonos para escuchar la radio mientras observan el juego, por lo menos en la previa. Y comenzó la confusión, información cortada sobre qué estaba pasando. Fue cuestión de segundos para darme cuenta que el ánimo se rompió, el ambiente de fiesta se murió de golpe, el alma de los fanáticos de River nunca se recuperó, la grada de apagó, y dio paso a un largo rumiar.

Por el parlante avisaron un par de ocasiones que el duelo se postergaba, eso conseguía animar un poco, no mucho, algo se sabía, andaba mal. Dentro de la información, nos avisaban que afuera se estaban agarrando a palos la policía y la barra de River, que no entró porque les habían confiscado las entradas días atrás.

La tensión se incrementaba, me asusté un poco y empecé a pensar cómo saldríamos; si cancelaban el juego, sacar a más de 60 mil espectadores, algunos sumamente enfurecidos, sería sumamente complejo.

Después de un largo silencio, uno de los amigos que habíamos hecho en la tribuna nos avisó que habían cancelado el partido y lo pasaban al domingo.

Christian y yo salimos por delante de la estampida. Me atrevo a decir que fuimos de los primeros en salir, lo que hizo que nos topáramos de frente con varios aficionados intoxicados que pretendían arrebatarle a la gente las entradas para poder asistir el domingo al juego, fue el primer momento real de miedo que sentí.

Al llegar de regreso a la Avenida Libertador para caminar de vuelta a nuestro hotel, a la distancia empezamos a escuchar no menos de 10 brutales fogonazos: la policía disparaba balas de goma para disipar a la multitud, así que decidimos caminar un par de cuadras hacia adentro del barrio para evitar el enfrentamiento que se escuchaba grave, muy grave.

Mientras caminábamos a paso rápido, nos dimos cuenta que lo íbamos haciendo sobre camas de vidrio, todas las calles estaban llenas de vidrios, y piedras de monumentales dimensiones. Estábamos pasando por lo que había sido una zona de guerra, me asusté, bajé la cabeza –traía una gorra de River, bastante pitera–, aceleramos el paso sin levantar la vista y sin hablar, me reconocí asustado, y las calles se me hacían largas y densas. Cada pocos metros nos cruzábamos con fanáticos, algunos peleaban entre ellos, varios se agarraron a golpes en un estacionamiento porque el carro de adelante no aceleró lo suficiente, es decir, la inquietud era palpable, se nos estaba metiendo a los huesos. Por fin llegamos a refugio que era nuestro hotel, subimos al cuarto, esperamos a que llegara Rodrigo, nos quitamos un poco el miedo como pudimos y fuimos a cenar a La Parolaccia, a una cuadra del hotel. Teníamos tanta adrenalina que casi ni hablamos y fuimos a dormir.

Teníamos que decidir si nos quedábamos o nos regresábamos. A las nueve de la mañana debíamos decidir. Yo estaba renuente a quedarme, no me gustó en lo absoluto lo que sentí en el peregrinar saliendo del estadio, Christian y Rodrigo querían quedarse, le hablé a mi japonesa la 'Roska' Pérez para decirle mi sentir, me animó a quedarme, lo cual no totalmente convencido hice. Aun así, mi intuición, que no es por presumir, pero está muy desarrollada, me decía que no se iba a jugar ni el domingo, eso me dio un poco de paz.

Cambiamos de hotel porque sólo veníamos por dos noches. Conseguimos uno en la Plaza del Congreso. Agarramos camino otra vez hacia el estadio, el operativo policial se incrementó en números y estrategia, lo que se leía o veíamos en televisión era digno de una apocalíptica película. Fuimos en taxi hasta el primer retén, en total eran cuatro, sacamos nuestras acreditaciones de prensa, y en el segundo retén nos dijeron que la entrada era por otra parte del estadio, y que todo estaba bloqueado, debíamos dar una mayúscula vuelta para ingresar, y justo cuando salíamos del círculo de seguridad, la perversa Conmebol avisaba que se volvía a suspender el juego.

Christian casi se desploma, estaba muy ilusionado, y fiel a su agreste e inteligente estilo empezó a reventar a todos y a todo, sentimos que habíamos perdido un partido sin jugarlo, mi nalgón obvio mucho más.

Fue de regreso al centro de Buenos Aires, cuando íbamos arrastrando los pies, derrotados y riéndonos de nosotros mismos, que me enteré que Christian me había pagado todo el viaje, que sólo consiguió algo de viáticos en TV Azteca, pero que todo lo demás corrió a su cargo. Aquí lo escribo y lo prometo, se lo voy a pagar, pero su fabuloso gesto sólo me confirmó qué clase de ser humano es, un tipo de primera al cual quiero mucho, y quiero bien.

Para recomponer el alma nos metimos a Freddo a comer un helado, los sabores fueron disímiles, frambuesa, dulce de leche, maracuyá y mascarpone, que fue el mejor por mucho. Nos enfilamos a la cancha de polo, a ver a Adolfo Cambiaso, el mejor polista del orbe, llegamos y cuál sería la sorpresa, se había cancelado también porque se jugaría el Superclásico, o sea ni uno ni lo otro. Nos cruzamos al hipódromo de Palermo, observamos un par de carreras, en la segunda apostamos por el número '4' porque nos gustó la pinta, y ni siquiera corrió, estábamos podridos.

Pusimos camino a Puerto Madero, había que comer y beber para seguir en búsqueda de nuestra recuperación. El puñetas de Rodrigo insistió con La Cabaña de las Lilas, comimos bastante mal, nos atendieron mal y pagamos como si hubiéramos comido ocho personas, todo mal. Para rematar decidimos ir al Cilindro de Avellaneda. Veríamos un juego de futbol sí o sí.

Gracias a los contactos de Macías logramos ingresar a la cancha. Me compré la playera de La Academia y vitoreamos sin parar, no le ganaron a Banfield, es decir, todo lo que tocábamos lo hacíamos trizas.

El martes decidimos hacer un recorrido cultural, el Teatro Colón, La Casa Rosada, el Cementerio de la Recoleta, y algunas cosas más, y rematamos comiendo en La Brigada en donde nos recuperamos totalmente.

Querido Christian, sólo atino a decirte, muchas gracias por el viaje, por la odisea, por la locura, por haberme convencido de ir, por haberme invitado todo, por tu amarga y sesuda manera de entender la vida. Gracias a ti viví una sinfonía de sensaciones en pocos días, sentí emoción, miedo, angustia, cansancio, magia, felicidad y plenitud, pero por encima de lo anterior, hartas gracias por tu amistad cabronazo.

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