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Opinión

Christian Martinoli

Uno de los mejores cronistas deportivos en México, trabaja para TV Azteca y ha colaborado con RÉCORD desde 2010.

Emperador

2016-11-17 | Christian Martinoli
CHRISTIAN MARTINOLI
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Quizá más de una vez, Vicente le habrá permitido tocar la sirena de la ambulancia del ISSSTE cuando ésta se encontraba estacionada, porque en verdad, a qué niño no se le antojaría hacerlo si su padre es el chofer; para colmo, ese sonido debió ser muy frecuente, ya que junto a Francisca procrearon nueve varones. “Mi mamá siempre buscó la niña y casi le sale un equipo de futbol completo”, se ríe Claudio, el quinto de los Suárez, el hermano de en medio. 

Once personas en dos habitaciones no era una ecuación sencilla de completar, pero en casa sobraba el cariño y la fraternidad, aunque el dinero fuera esquivo. 

Por eso Claudio y los demás, en cuanto salían de la escuela le ayudaban a su madre con los mandados, limpiando la casa, cocinando para la familia y cuando la situación apretaba, cortando el pasto, sacando la basura o pintando paredes ajenas, con el objetivo de ganarse unas monedas que cobijaran al bienestar familiar. “Desde los 7 u 8 años me acuerdo que ayudaba a mi mamá, incluso varias veces me iba con un amigo para ser ‘cerillo’ en la Comercial Mexicana”, cuenta en entrevista telefónica. 

Casi nunca tenía tiempo de diversión porque lo primordial era estar bien en casa y en la escuela; sin embargo, la destartalada cancha de tierra cercana a su hogar, casi enfrente de la Universidad de Chapingo, era demasiada tentación. “Cuando no íbamos a la cancha, sacábamos la pelota o lo que hubiera para patear y el portón de la casa era la portería; mi mamá era dura y hacía corajes, quería que fuéramos disciplinados y nos enfocáramos en cosas importantes”. 

Sergio le llevaba tres años y de sus hermanos era el que compartía un gusto por el futbol más allá de jugar por el refresco. Quería ser profesional y por eso invitó a Claudio para que se fueran a probar con los Pumas de la UNAM. 

Pocos lugares de la periferia capitalina están más lejos de Ciudad Universitaria, que Texcoco. “Nos hicimos tres horas de camino, quedamos en la prueba, pero la distancia hizo que por lo menos yo desistiera, porque ambos no teníamos dinero para el pasaje”. 

Años más tarde el intento fue con Atlante en la Magdalena Mixiuhca, pero al no registrarlo volvió a abandonar. Parecía destinado a sólo pisar campos llaneros y a olvidar sueños de magnanimidad. 

Cuando la Prepa formaba parte de su día a día y sus padres ilusionados pensaban que haría estudios superiores, decidió regresar a Pumas. La enorme resistencia y la buena técnica sedujeron de inmediato al profesor Armenta; sin embargo, algunos colaboradores suyos no estaban muy convencidos del chamaco mexiquense porque Claudio era un futbolista silvestre, sin formación deportiva, sin trayectoria en fuerzas básicas y sin la disciplina o modos que tanto fomentaba el club del Pedregal. “Armenta se aferró y me registró, él fue parte fundamental en mi carrera y de eso jamás me olvidaré”. 

Con 19 años jugaba en la reserva, pero no sólo no cobraba, sino que no le daban viáticos, ni comida y no tenía acceso a la casa club. Los entrenamientos eran a las 8 am y Suárez salía de Texcoco a las cinco. “En la época de pretemporada, cuando no tocábamos balón, yo le pedía al entrenador que no me hiciera ir hasta CU para correr, porque era gastar dinero y yo podía correr y hacer lo mismo cerca de mi casa. Me entendieron, así que cuando hacíamos físico yo me entrenaba en Texcoco”. 

Varias veces estuvo todo el día sin comer hasta que llegaba devastado por la noche a hacerles algo de cenar a sus hermanos, mientras Francisca arribaba de vender telas. 

Se sabía en el barrio que uno de los Suárez andaba probando suerte en Pumas y por ello le cayeron ofertas de equipos de la zona, que le pagaban por jugar con ellos en las ligas locales. “A veces los domingos me echaba dos o tres partidos y entre semana alguno más. Me daban buen dinero y ayudaba a mis padres”. 

Cuando Miguel Mejía Barón lo llevó al primer equipo, tras el Torneo de Toulon, Claudio jugaba de centro delantero, remataba bien de cabeza, tenía mucha inteligencia para el desmarque y grandes gestos técnicos para la definición; sin embargo, era tan bueno con la pelota en los pies y podía aguantar corriendo todo el partido que en su momento lo hicieron también volante por izquierda, por derecha, mediocampista creativo, de contención, lateral por ambos lados y central. “Jugué de todo, era comodín, sólo me faltaba ser portero; incluso, después del debut yo era banca, pero Miguel me mandaba antes de terminar el primer tiempo a calentar, era el único, creo que lo hacía por sistema. Como jugaba en todas las posiciones los de adentro me veían y todos apretaban en la cancha porque no sabían quién iba a salir”, lanza una carcajada recordando aquellos meses. 

Pumas entregaba oportunidades a los jóvenes talentos mexicanos, pero no los hacía millonarios, ni cerca. “Hubo una época que cobrábamos con coches del año, dependiendo el tiempo y la jerarquía del jugador era el auto. A mí me tocó un ‘vocho’, lo fui a recoger con mi papá porque no sabía manejar. Aprendí de manera intensiva, siempre andaba en segunda, me costaban los cambios y sobre Zaragoza o Tasqueña se me paraba a cada rato el auto; no sabes la cantidad de mentadas de madre que recibí. Al final éramos jugadores de Primera con coche del año, pero sin dinero para la gasolina, en verdad increíble”. 

Mientras Vicente y Francisca le insistían que dejara el futbol y se preparara mejor para afrontar la vida, su hijo se mantuvo con la convicción intacta.

A pesar de que Suárez ya era titular en Universidad, seguía disputando ‘moleros’ por plata. “Nosotros de local jugábamos los viernes en la tarde, así que yo los sábados y domingos iba al pueblo a jugar por dinero, con lo que conseguía ganaba más que lo que me daban en Pumas, hasta que fuimos a hablar con el Ingeniero Aguilar Álvarez para que nos ayudara con ese tema”. 

Formó parte del histórico campeonato contra el América; desde la incandescente voz de Gerardo Peña surgió el apodo de ‘El Emperador’, mote que popularizó por todo el país Enrique Bermúdez. 

A recomendación de Jorge Campos, César Luis Menotti lo llamó a la Selección. “Yo era lateral, se lesionaron varios centrales en la concentración mexicana en Tlaxcala y Jorge le dijo a Menotti que yo también podía jugar de central y que sacaba al equipo bastante, haciendo el ‘achique’ que tanto le gustaba”. 

Quién diría que su debut con El Salvador sería el primer encuentro de una carrera despampanante como seleccionado nacional. “Tuve 178 juegos, pero serían más de 200 porque la FIFA no toma como oficiales aquellos partidos que la Selección disputó contra clubes”. 

Cuando se lesionaba Abraham Nava lo alternaban por el centro de la defensa auriazul con Ramírez Perales, misma dupla que llegó afianzada a la Selección del 93. 

En la Copa América de Ecuador se topó con Marco Sandy, el violento defensa boliviano que venía de fracturar a Darío Franco y que también lo frotó con su hoz. 

“Después de ese golpe jugué seis meses con dolor, los médicos me decían que era normal hasta que un día me checaron bien y observaron que tenía el ligamento roto: ‘Cómo pudiste jugar así’, me preguntaban, por lo que les respondí: ‘pues no sé ustedes díganme’”. 

Como figura consagrada recibió un mazazo de la FIFA después de la Copa del Rey Fahd en Arabia. “Estaba en la cena de fin de año con Chivas, me mandó llamar el doctor y me dijo que había un problema con mi prueba de orina. Por un momento pensé que era una broma hasta que desde la Federación corroboraron el hecho”. 

A Suárez se le culpaba de dar positivo por Nandrolona, una sustancia que ayuda al crecimiento muscular. “Me tocó la prueba junto a Luis Hernández, Dunga y Roberto Carlos; seguramente cuando vieron una irregularidad, pues, perdón por la palabra, se agarraron al más pendejo y me tocó a mí. Yo sabía que no tenía nada y que estaban manchando mi nombre, fueron días tristes, pero me hice estudios por mi parte en UCLA y los llevé a la FIFA”. 

La gente de la Femexfut ni cita había sacado para que recibieran a Suárez; por ello sólo se dejó pasar a directivos mexicanos para cabildear la situación en Suiza. “Salen de la junta y me dicen: ‘tranquilo te van a dar dos o tres meses y listo. La sacamos barata, además no hay juegos de Selección en esas fechas, ya no armemos Pancho’”; me puse como loco y me metí a las oficinas para hablar con el secretario general, yo no quería recibir un solo día de castigo porque al aceptar su oferta, era afirmar que me había dopado, cuando eso jamás sucedió. Vieron mis pruebas hechas en Los Angeles y al final dictaminaron que fue un error del laboratorio. Siempre pensé que las cosas en FIFA eran limpias, pero ahí me di cuenta que no”.

Una recompensa futbolística la tuvo durante la Copa Confederaciones disputada en México en 1999, al levantar como capitán el que hasta hoy es el único título avalado por FIFA conseguido por el Tricolor Mayor.

Estuvo en tres Mundiales y a Corea-Japón no llegó porque una fractura en Denver, a tres meses del inicio de la Copa, le entregó el pretexto ideal a Javier Aguirre. “Fue una tontería, al final de la práctica quise pisar el balón y hacer una especie de túnel contra Caballero y ahí siento que se me atora la pierna y me tronó algo. Supe que era grave. Aguirre me dijo que no me preocupara, que si me ponía a tono me llevaría al Mundial. La gente de Tigres viajó conmigo a San Antonio y el médico me dijo que en dos meses estaría de regreso”. 

Claudio, motivado, se puso en la mente regresar para la Copa y lo hizo, a los 60 días estaba de vuelta; sin embargo, el cuerpo médico de la Selección no podía creer los resultados que los galenos texanos habían mandado y para colmo Aguirre no le contestaba el teléfono. “Sentí el rechazo, pero fui de frente a hablar. Ellos me dijeron que si estaba bien me llevarían, sólo fui a pedir una explicación, pero no a exigir un lugar”. 

No jugó en Europa, su meta incumplida, pero lo hizo cuatro temporadas en Chivas USA, arriesgó mucho dinero encontrando otra forma de juego más física y menos táctica; ese, principalmente, fue el punto que lo dejó jugar hasta los 41 años, ya que su capacidad de aproximación y el manejo de los tiempos hacían toda la diferencia.

“Un día me cansé, el entrenador en la pretemporada no me tenía en cuenta y pensé que yo no estaba para ese tipo de situaciones, así que fui con mi esposa y le dije: ‘Se terminó’. Me costó trabajo adaptarme a la vida sin entrenamientos, pero estoy contento con lo que hice”. 

Personaje escueto, camaleónico, porque cuando uno piensa que Claudio no hablaba, es porque todo se lo guardaba para sus compañeros dentro del vestidor. Líder absoluto, genio táctico, especialista en penales, monstruo aéreo y jerarca de una generación que supo muchas veces dignificar su posición dentro de la historia del futbol mexicano. 

Un hombre humilde, resistente, capaz y leal. Un tipo muy de los suyos y entregado al máximo: “Jamás le dije que no a la Selección, jamás. Pasé más de 10 años sin vacaciones con tal de vestir la camiseta nacional, sacrifiqué mi físico, mi mente, mi bolsillo, pero nunca dejé de ir. La Selección es un orgullo, disfruté mucho de estar ahí”. 

Un chico tranquilo, que con su primer sueldo le compró una lavadora a su madre y que después, consagrado en el firmamento futbolístico, le construyó una casa a sus padres y unos departamentos a todos sus hermanos.  

Claudio Suárez, un muchacho que jugaba futbol por amor al juego y por la necesidad de poder comer mejor. Una luz surgida desde la penumbra, que miles de veces pensó en apagarse, pero que al final el destino le tuvo preparada una silla de oro, para que cuando las piernas le dijeran basta, él pudiera sentarse a descansar, extender la vista y disfrutar de su imperio. 

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