Diego Armando Maradona fue muchas cosas: héroe popular, atleta prodigioso, figura global. Pero hubo un costado menos explorado —aunque igual de magnético— que asomó con fuerza en 2005, cuando el astro decidió que también podía seducir desde la danza. Fue en Ballando con le stelle, el certamen de la RAI que lo llevó a desplegar un repertorio inesperado de pasos, ritmo y picardía, como si el baile fuese apenas otra forma de gambetear la vida.
El retorno luminoso
El almanaque marcaba 2005 y Diego regresaba del período cubano rejuvenecido: más liviano, más sereno y con la vitalidad de quien siente que vuelve a empezar. Alternaba viajes, contratos televisivos y una agenda mediática frenética. Mientras La noche del 10 encantaba a la audiencia argentina, en Italia el hijo pródigo de Nápoles desembarcaba en el estudio de la RAI con una sonrisa franca y el cuerpo listo para seguir contando historias, ahora sin pelota.
Su bailarina, la napolitana Ángela Panico, completaba la escena perfecta: dos hijos del sur, dos cuerpos que hablaban el mismo lenguaje del ritmo.
Un debut que hipnotizó
El 17 de septiembre de 2005, la conductora Milly Carlucci lo presentó con solemnidad festiva: “¡Il Pibe de Oro!”. Diego respondió con un cha-cha-chá impecable al son de Rita Pavone. La pista lo celebró. Sus piernas, habituadas al vértigo del césped, parecían reconocer de inmediato la lógica del baile. No era un futbolista intentando seguir el compás: era un cuerpo en estado puro, recordando que siempre había bailado, incluso cuando jugaba.
En las primeras filas, Claudia Villafañe y Dalma lo miraban con orgullo. El jurado lo calificó de “danzarín natural”. Italia entera volvió a rendirse ante él: el sur lo abrazaba, el norte debatía, y la televisión comprobaba que Maradona, aún lejos de la pelota, seguía generando milagros.

El freno inesperado
La aventura duró poco. Tras los primeros programas, un viejo conflicto tributario reapareció y lo obligó a abandonar la competencia. “Los bailes de Maradona embargados por el fisco”, tituló la prensa italiana. Pero para entonces, la magia ya había quedado registrada.
Ángela Panico recordaría años después aquellos días como la experiencia de compartir escenario con un hermano. Carlucci, todavía conmovida, diría: “Tenía un sentido loco de la música. Para él bailar era tan vital como respirar”.
Un artista más allá del césped
El baile siempre estuvo cerca de Diego. En su casamiento, en fiestas íntimas, en programas de televisión, en vestuarios. En ocasiones aparecía como un torbellino de rock improvisado; otras veces, como un esguince de cumbia que parecía desafiar la gravedad. En redes sobreviven videos donde, aún en entrenamientos, se entrega al merengue, al cuarteto o a Los Palmeras con una soltura encantadora.
Quizás el secreto fuese que Diego nunca separó el juego del baile. Como intuyó alguna vez Astor Piazzolla al verlo jugar: “¡Es Nijinsky!”. El maestro hablaba de la ligereza, de la caída sin caer, de un dominio corporal que excedía al deporte. Diego danzaba en la cancha, y cuando bailaba fuera de ella, algo del futbolista seguía iluminándolo.
El movimiento como destino
Maradona fue movimiento perpetuo. Dribling, giro, celebración, abrazo, paso, salto. Su cuerpo pareció siempre dispuesto a contar algo más allá de las palabras. Ballando con le stelle no fue un capricho ni una excentricidad: fue otra forma de existir, otro escenario donde el Diez le recordó al mundo que la vida, si no se baila, pasa de largo.
En aquellas noches italianas quedó grabada una verdad simple y hermosa: detrás del mito del futbolista habitaba un bailarín natural, uno que encontraba en la música —como en la pelota— un pulso capaz de salvarlo.




