Los hilos siguen moviendo los pies de marioneta. La recuperación de la infancia aún vive en sus botas de trapecista de los campos. Ellos nunca perdieron la inocencia. La recuperaron en cada centímetro bendito de aquel Partido por la Paz.
Siento fascinación por la ausencia de las lámparas y por la mueca que hace la pelota mientras baja la mirada cuando le preguntan si es virgen todavía.
Me atrae la ausencia de la responsabilidad en aquel campo en Roma.
En el futbol transcurren tantas cosas, tantas veces, tan repetidas y tan rápido, que los jugadores no aprueban, en su mayoría, la materia del descaro.
Como crecer duele, ayer volvimos a ser niños.
Figuras fulgurantes con sonrisas de anuncios de Colgate se extinguieron en las llamas del tiempo, que muchas veces comete la estupidez de transcurrir.
Ayer fueron la reencarnación en cuero.
Jugadores retirados, impropios para cualquier folleto alusivo al cuidado físico, fueron un poquito más felices, que en sus miércoles de picañas y churrascos en algún restaurante saturado de chimichurri salpicado en sus carísimas camisas.
El colesterol debía portar otro número.
El Partido por la Paz fue, entre otras cosas, el reclamo de la memoria, porque en la vida de la pelota no existe nada más puro que quien desde la infancia anhela un sueño, con música en el alma, y, desde el retiro, lo añora instalado en la sinceridad de la nostalgia…
“Los tres pitidos que señalan el final del juego remite a los tres tiempos que vive el futbolista: el anhelo de llegar, la consolidación del sueño y el difícil retiro. Para su desgracia la tercera fase es la que más dura”, complementa Juan Villoro.
En ese exacto momento, se descubre, otra vez, la pulcritud del juego por el simple hecho de eso. De jugarlo, porque el jugador se aburrió cuando se transformó en futbolista…
Eduardo Galeano contaba que si había que explicarle a alguien qué era la felicidad, solamente habría que aventarle una pelota a un niño.
Porque se confirmó a través del tiempo también que cuando ésta no bota, los niños son menos niños y se vuelven más adultos…
Como el talento no se entrena, llegó ese momento en el que en este pacífico partido, Cuauhtémoc hizo una ‘Cuauhteminha’, Maradona picoteó una pelota con la zurda, como si picara una cebolla en la cocina; después bajó un balón con la mano y el arbitro dijo siga…
El futbol no se enteró del paso del tiempo.
La Mano de Dios renació 30 años después, en versión 2016.
Ronaldinho dio un pase con la espalda.
Blanco se carcajeó con sus bromas de balón.
Era un festín con dulces en el que todos eran niños gordos en el recreo jugando con una pelota de papel, bajo la mirada atenta, casi japonesa, de 45 cámaras conectadas a satélites que desde el espacio ven cómo, paradójicamente, el viaje es lo menos importante del viaje, porque al final se dieron cuenta que pasó muy rápido…
Algunos desilusionados descubrieron después que duró más el sueño de ser jugador, que el serlo, y que durará más el recuerdo de haberlo sido.
También comprendieron, forzados por la autoritaria carrera de las manecillas del reloj, que haber hecho la maleta y haber llegado a casa años después de haber trotado por el mundo, resultaba suficiente para ver las fotos de aquel difuminado viaje.
El profesional se percató, desde la falta de resignación, que jugar por sí mismo fue una contaminación de sensaciones con enjambres de cámaras, conferencias, concentraciones, partidos supersónicos entre domingos y viernes, partidos, roturas de meniscos, Mundiales, que, solo a través del cristal del tiempo, fueron observados y valoradamente calibradas a partir del equilibrio entre la ingenuidad del niño y la experiencia del adulto.
Todo evaporó entre el olor a pasto mojado a los seis años y la jubilación a los 33 años.
Solo que lo supieron ayer.




