La naturaleza se desborda en Salto, porque cuando uno levanta la mirada al amanecer, ésta se extiende por los interminables viñedos que entregan el caldo de los Dioses que terminará embotellado bajo la cepa Tannat, el buque insignia vitivinícola charrúa. Y cuando uno estira la visión dilatando las pupilas para asombrarse con el atardecer, los ojos se prenden rumbo al río Uruguay que ve caer la tarde sobre Concordia, Argentina, la ciudad hermana al otro lado de la orilla.
Tardes interminables de charla entretejidas con galletas de agua y sal, mezcladas con el sabor del inseparable mate, obvio, sin azúcar, bien amargo, bien uruguayo.
Niños corriendo descalzos tras balones de trapo siempre han sido una costumbre en las zonas más necesitadas de la región, sin importar de qué lado de la ribera se encuentre la pelota, sin conllevar que de un costado se hable de la Celeste, de Nacional, de Peñarol o del otro de la Albiceleste, de River, de Boca. La historia es idéntica, porque el adulto vive como puede buscando un mejor porvenir trabajando como burro y los nenes fantasean en redondo, soñando con romper redes rivales que los ahuyenten de las necesidades primarias, como la del tener un plato de comida diaria y de las secundarias, de esos lujos llamados golosinas o de una bola de verdad.
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