Sonaban las últimas bombas, el ambiente era desolador, la gente huía para cualquier lado mientras algunos correosos ladrillos con dignidad asombrosa deseaban quedarse en pie, como fiel reflejo de que ahí alguna vez hubo vida y realce.
La impensada caída del despótico Tercer Reich comenzaba, el territorio alemán era atacado por los soviéticos que llegaban desde el este y por los aliados que incursionaron por el oeste; la macabra fábrica de destrucción y muerte creada por Hitler se disolvía dramáticamente ante sus ojos compulsivos, mitómanos, esquizofrénicos, neuróticos y frente a las miradas pérfidas de varios jerarcas cercanos a él que alguna vez estuvieron de su lado y no quisieron ser más testigos de la barbarie, aun sabiendo que la complicidad los perseguiría de manera perpetua.
Gran parte de Europa quedó destrozada, millones murieron, otros tantos desaparecieron; los que pudieron se fugaron en barco rumbo ‘al nuevo mundo’, mientras los que se quedaron debieron vivir con el alma mutilada. El camino de miles de familias fue cortado por la furia y la locura de unos cuántos.
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