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Opiniones, análisis y puntos de vista de los principales columnistas deportivos de RÉCORD. Entérate de lo que piensan los expertos del futbol mexicano y más.

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Luigi Riva, durante tres años, tuvo como su mejor coautor al fantástico atacante Roberto Boninsegna, mortífero delantero con el que hizo historia en el Cagliari y en la selección italiana. Los arrebatos de potencia y agilidad con los que jugaba ‘Bonimba’, deslumbraron a Florindo, hombre de campo, específicamente de Caldogno, pequeño poblado en la provincia de Vicenza, al norte de la península; padre de ocho, amante de la naturaleza, de la cacería y del deporte, en especial del ciclismo, aunque el futbol le llenaba los domingos un rincón del corazón.

Florindo Baggio, al más chico de sus hijos, lo bautizó bajo el nombre de Eddy, en honor al magistral ciclista belga Eddy Merckx, pentacampeón del Tour de France. A Walter lo llamó así por el delantero del Vicenza (su equipo) Walter Speggiorin, orgullo de la zona; a Giorgio fue por Giorgio Chinaglia, exótico y multigoleador de la Lazio que terminó su carrera con el Cosmos de Nueva York, mientras que a Roberto le entregaron ese apelativo, gracias al susodicho Bonisegna, quien al final de su carrera se ganó el escalón de mito en el Inter y la Juve. 

Roberto era delgado, tímido, extremadamente callado y sigiloso, hasta que le daban una pelota de futbol. Ésta era la única que podía moverlo de su status de tranquilidad. Jugaba en la campiña con sus amigos hasta la noche. Los días de lluvia utilizaba la puerta del baño como portería y cuando salía por las calles de piedra para cumplir con algún mandado de Matilde, ‘la sua mamma’, llevaba el balón y aprovechaba el espacio para apuntar sus disparos de derecha a los faroles que alumbraban las esquinas, costándole regaños interminables de la policía. 

Una frase llegó desde el colegio a casa que rezaba así: “Familia Baggio, si los libros fueran redondos, Roberto sería Einstein”, en clara alusión que lo único que le importaba al sexto hermano de ocho, era jugar al futbol. 

De adolescente jugando para el equipo del pueblo que dirigía el panadero de Caldogno, sus estadísticas impactaron a la gente del Vicenza, equipo de la Serie C1 (Tercera División). Roberto, en tres temporadas, había metido 110 goles en 120 partidos, por ello el equipo profesional no quiso esperar más tiempo y le entregó un discreto contrato a sus padres. 

Debutó a los 16 años y 48 meses después fue vendido en una fortuna a la Fiorentina, que había anticipado a la Juventus. Dos días más tarde de estampar la firma con la escuadra de Florencia, la rodilla de Baggio explotó en juego contra el Rimini y la gente del club Viola no tuvo otra opción que aguantar su inversión y rogar a todos los santos que su talentoso joven recuperara la forma. 

“Mi madre fue fundamental, estuvo conmigo siempre, me acompañó a Francia a la operación. Pensé que no volvería a jugar y en los peores momentos de dolor, cuando no podía caminar, le pedí que me matara. Ella me decía: ‘No seas tonto, tranquilo, que vas a regresar a divertirte y a jugar como tanto te gusta’”, relató para la Gazzetta dello Sport. 

Dos campañas sin actividad orillaron a Roberto a buscar mejores maneras de curar sus demonios internos y sus ideas de fatalidad; por ello, eligió el budismo como religión. “Me da una felicidad absoluta que no depende de situaciones materiales, sino de cuestiones mentales; el budismo me demostró que todo lo que quiero y puedo hacer está dentro de mí, de nadie más”.

Cuando volvió a las canchas la magia siguió intacta, más allá de que alguna vez dijera: “Desde esa operación, siempre jugué con pie y medio”. 

Baggio no era 10 y tampoco 9,  jugaba justo adentro de esa bolsa y lo hacía mejor que cualquiera. Tenía conducción en velocidad, arranque categórico, frenada repentina, infinitos cambios de dirección, visión periférica, golpeo rotundo, imaginación eterna, creatividad, picardía, definición e imprevisibilidad, porque al momento de que todos pensaban que ése sería su toque o amague final, para él apenas era el penúltimo párrafo de su obra maestra. Un adelantado que levantaba estadios y que jugó en los tres grandes de su país, a pesar de las lesiones y la incomprensión de entrenadores esquematizados en un futbol que históricamente procura el orden y la táctica, por encima de los actos renacentistas de los tocados. “Para mí siempre será mejor tener a 10 jugadores talentosos desorganizados, que a 10 organizados corredores”, palabra de un futbolista que supo ser Balón de Oro. 

En Italia 90, su primera Copa del Mundo, comió banca al lado de Schillaci, para después levantar estéticamente al equipo de Azeglio Vicini, quien lo privó de ser titular contra Argentina en las Semifinales. “Me dijo que me veía cansado, cómo iba a estarlo con apenas 23 años, ese día me habría comido hasta el pasto con tal de ser titular”. 

Para el 94, su presencia en la Final estaba en duda. “Entrené incluso solo en un salón para fiestas del hotel; hacía piques y golpeaba la pelota contra la pared probando mis músculos de último minuto”. El camiseta 10 jamás había errado un penal con la selección y sólo tenía dos disparos tapados por los arqueros rivales (en su carrera clavó 71 de 79); sin embargo, todas las miradas apuntaron hacia él, luego de haber fallado contra Brasil en la Final. De poco sirvió que Baresi y Massaro también desperdiciaran sus oportunidades, si el que voló Roberto fue el definitivo. “Mental y técnicamente estaba bien, sabía que Taffarel se movía mucho y por eso decidí pegarle fuerte al centro, nunca dudé, hice lo de siempre, penosamente la mandé a las nubes, nunca me había sucedido. Sólo fallan los penales los que tienen el valor de tirarlos y yo fallé. Soñé mucho tiempo con aquel cobro, quizás eso y las lesiones son lo que quisiera borrar de mi carrera”, describe en su autobiografía: ‘Una puerta en el cielo’.

En Francia 98, la fatídica tanda de penales contra el anfitrión no lo traicionó de manera particular, pero sí a Italia, que de nueva cuenta se quedaría fuera de la disputa por el título, pero ahora en Cuartos de Final.  Ése sería su último partido mundialista, ya que Giovanni Trapattoni, en 2002, lo bajó un día antes de dar la lista definitiva. Baggio había retomado el futbol competitivo y exquisito en el modesto Brescia, club que lo sacó del semi retiro en el que vivía, entidad que le devolvió la inspiración y la fuerza por jugar al futbol. “Yo había recuperado la forma, creo que por mi calidad y momento merecía estar en la lista, no sé si debía jugar, pero sí por lo menos haber formado parte de la selección”. 

En Brescia aprendió a disputar partidos alejado de los reflectores, viviendo en la penumbra del descenso y sin grandes multitudes vitoreándolo. No obstante, fue ahí donde marcó su gol 300 de por vida y el número 200 en la Serie A, además de darse el lujo de anotar frente al Lecce el único gol olímpico de su notable diario. Lo hizo ensartándolo al primer palo. Impresionante. 

Su discreción fuera del campo, contrastaba de manera rotunda con su look de cola de caballo (Il Codino) y piocha mosquetera que aderezaba el futbol gourmet que cocinaba su pie derecho. Y es que al momento que Roberto se desordenaba del pizarrón, el campo florecía y su cuadro paradójicamente se resideñaba a sus pies, para celebrar un balompié de alta costura. 

Hoy vive tranquilo, con los ligamentos devastados, pero relajado en sus terrenos, tanto de Italia como de Argentina, mismos que mezcla según la estación del año que lo acompañe. 

Baggio, un ser que será mítico cada vez que en algún lugar del mundo se hable de futbol, incluso en su pequeño pueblo de Caldogno, frente a la Villa que lleva ese nombre, una casa hecha a mediados del Siglo XVI por el arquitecto Andrea Palladio, que forma parte de las Villas Palladianas del Véneto, Patrimonio de la Humanidad de la Unesco desde el 94 y segundo motivo de orgullo de la zona, porque el primero nació en el 67, fue el sexto de ocho hijos de la familia Baggio Rizzotto, se llamó Roberto, por Bonisegna, jugaba de nueve y medio, lo hacía como los querubines, con pulcra elegancia, con pasmosa facilidad, con divinidad absoluta, mucho mejor que ‘Bonimba’, el ídolo de su padre y mire que eso es ya decir.