Son enormes y casi interminables. Se sabe dónde empiezan, pero jamás se conocerá dónde acaban, porque éstas siguen creciendo, moviéndose, subsistiendo. Así son las favelas de Río de Janeiro, las tradicionales zonas marginales que consisten en una maraña de calles devoradoras de cerros con irregulares construcciones apiladas y cables colgando por todos lados. Sitio anárquico a la ley, pero con reglas internas de vida muy marcadas que en muchas ocasiones frotan la perversidad.
Hoy en la violenta zona norte de la ciudad, aquella alejada de las vistas marítimas y del glamour playero de Ipanema, Leblon o Copacabana, se puede apreciar la inmensidad de la necesidad de miles de habitantes, gracias a las seis gigantescas torres del sistema teleférico. Una obra de ingeniería impresionante que busca con media docena de estaciones unir los morros (cerros) del peligroso Complexo do Alemao, para que sus habitantes disminuyan tiempos de traslado.
Ya arriba en una de las cabinas se denota durante el recorrido la complejidad del lugar; se trata de un laberinto imperturbable de callejones, escaleras, subidas, bajadas, veredas que se ensanchan y achican sin aviso, techos de lámina oxidada y otros de cemento resquebrajado, cientos de mantas, trapos o cortinas que fungen como ventana y muchos más que también prefirieron gastar el dinero en herrería, en lugar de un endeble cristal para evitar un robo.
Desde las alturas se alcanza a ver la vecina Penha, otro barrio de dimensiones descomunales que tiene como punto álgido Vila Cruzeiro, una de las favelas más violentas del país. Bastión del narcotráfico local y repleto con armas de alto calibre, bajo las órdenes del furioso y amafiado grupo llamado: Comando Vermelho. Ahí, hasta hace menos de cinco años, las autoridades no tenían acceso, pero la llegada de eventos deportivos de alta gama como el Mundial y los Juegos Olímpicos, presionaron al ejército brasileño para que irrumpiera en la zona y actuara como si se tratara de una guerra, para luego transformarlas en las famosas ‘favelas pacificadas’ que el discutido gobierno presumió.
Ahí, en Vila Cruzeiro, nació Adriano, hijo único de Rosilda, una chica de 17 años que a pesar de tener problemas diarios para obtener alimento y presiones familiares, jamás pensó en otra opción que tener a su criatura. Ella revisaba ropa en una fábrica y ahí conoció a Almir, que era el mensajero. Vivían juntos en un cuarto y comían una vez al día; después de las seis de la tarde nadie podía poner un pie fuera, porque era toque de queda y sólo bastaba al momento de escuchar un balazo tirarse al suelo y rezar.
Con el correr del tiempo, el pequeño Adriano sólo gustaba de patear latas en la calle y de jugar con su amigos con alguna pelota ponchada. La vida era dura; sus padres, por más que trabajaban, sabían que sería muy complicado que su hijo fuera mejor que ellos si toda su vida permanecía en la favela; por ello, cuando el primogénito cumplió siete años, Rosilda tomó el tren, después un camión y caminó un par de kilómetros más para terminar de cruzar los cerros y adentrarse en el suculento y flemático sur de la Cidade Maravilhosa, donde llegó a La Gávea para inscribir a Adriano en la escuela de futbol del Flamengo.
Trabajó horas extra, incluso vendió dulces, frutas y verduras en las esquinas para poder pagar la mensualidad en el popular club carioca, mientras le decía a su marido que fueron las tías de Adriano quienes pagaban las clases de futbol.
No le importó nada, ni siquiera que un niño de corta edad pasara seis horas del día montado en el abarrotado servicio público de transporte buscando sueños dentro del complejo mundo del balompié, en lugar de asistir al colegio con regularidad. Las cartas estaban echadas: para Adriano la vida era ser futbolista o correr con el riesgo de que su barrio lo llevara por la vida fácil del crimen.
Crimen que vio desde chico. “Tenía ocho años y estaba sentado afuera de mi casa esperando a unos amigos para jugar y de pronto dos hombres empezaron a discutir enfrente mío; ahí uno de ellos sacó la pistola y mató al otro. Yo me quedé congelado”, le contó a TV Globo.
Incluso, la violencia por poco se lleva a su padre. “Estábamos en una fiesta todos bailando en la calle cuando sonaron unos disparos; nos tiramos al piso, pero nos dimos cuenta mi mamá y yo que mi papá estaba herido, una bala perdida le dio en la cabeza”. Adriano tenía sólo 10 años y mientras su madre decaía en depresión, él forjó el carácter, resistiendo el dolor y animando a su padre que milagrosamente escapó de la muerte.
Meses más tarde, al pequeño de la familia Leite, el sarampión lo dejó sin fuerzas y por poco queda ciego. Los médicos le daban pocas esperanzas, pero otro acto prodigioso apareció y Adriano se recuperó. Desde entonces comenzó a comer huevos, harina y frijoles. Sólo eso era su alimentación, tomó mucho peso y con el futbol de por medio logró transformarlo en fuerza.
Sus arranques ‘Ronaldescos’ hacían estragos y fue ganando rápidamente un lugar dentro de la escuadra rubronegra, donde comenzó como lateral, para después jugar de volante y finalmente de centro atacante.
“En la iglesia un pastor nos advirtió una profecía, nos dijo: ‘Llegará gente de fuera para observar a un chico, un atleta de esta comunidad que honrará a Dios y se hará famoso. Triunfará, todo mundo sabrá de él y los periódicos lo pondrán en la portada. Esta semana tendrá una gran victoria’”, recordó Rosilda en una entrevista para TV Globo. Días después Adriano se consagraba Campeón del Mundo Sub 17 y debutaba con el Flamengo.
Poco tiempo duró con el Mengao, porque el Inter de Milán lo veía como el sucesor en nacionalidad, posición y características de Ronaldo.
“Todo fue muy rápido. Un día pasé de la favela a un hotel de lujo en Milán y a ganar euros. A otro clima, otra comida, otra cultura, otro idioma. Todo eso es muy fuerte y nadie me ayudó”, contó a Radio Bandeirantes.
En La Pinetina, la gente del Inter, luego de probarlo, decidió darle minutos a préstamo. Por eso jugó con la Fiorentina y en el Parma, donde Adriano explotó. Fue ahí que regresó al Inter y lo empezaron a llamar: ‘Emperador’.
“En Italia compraba autos constantemente, ya no cabían en la casa, pero lo seguía haciendo por el gusto de que sabía que podía tenerlos”.
Su potencia era sin igual y la mezclaba con enorme categoría técnica. Si Adriano estaba en forma era imparable por arriba y por abajo. Así lo vivió la Argentina de Bielsa que a segundos de consagrarse campeón de la Copa América en 2004, el brasileño mandó in extremis el choque a los penaltis para posteriormente alzar el título. Situación similar vivió en 2005, cuando él mismo destrozó otra vez a Argentina en la Confederaciones.
Justo en el mejor momento de su carrera, un infarto terminó con la vida de Almir; sin su padre el mundo se le vino encima, todo cambió, la depresión lo abrumó y el alcohol fue su salida en falso.
“Su padre lo tranquilizaba, lo controlaba mucho. El día que murió lo vi tirar el teléfono y llorar desconsolado. El presidente Moratti y yo decidimos arroparlo como si fuera un hermano y aunque esa temporada siguió haciendo goles y dedicándolos a su padre, nunca volvió a ser el mismo”, contó Javier Zanetti, el histórico capitán neroazurro.
La mente le cambió las prioridades y el desgano se apoderó de él. Empezó a faltar a entrenamientos, regresaba tarde luego de las vacaciones, las lesiones ya no lo respetaron más y el Inter se cansó, prestándolo al Sao Paulo. Cuando volvió con la escuadra italiana, en verdad se dieron cuenta que la situación estaba errada porque Adriano había perdido la voluntad.
“En Italia estaba solo, cuando perdíamos sólo me quedaba chatear y lo que yo quería era hablar con alguien. Eso se va acumulando y en un momento explotas”, describió su angustia para el programa Extra.
Sus frecuentes viajes a la favela y las fotos compartiendo armas con delincuentes, así como una vida social nocturna constante, hicieron que el escándalo lo persiguiera.
“Tengo amigos narcotraficantes, trabajadores y policías; no me fijo en lo que hacen sino en la clase de personas que son conmigo, quien me extiende la mano yo lo saludo. Siempre vuelvo a mi origen, yo soy de aquí y busco que mi comunidad mejore un poco su vida. Sigo siendo el mismo que se fue a Italia”, le contó a Fox Sports Brasil.
El futbol de alta gama fue desapareciendo de a poco y aunque tuvo un regreso a Italia para vestir la camiseta de la Roma, todo terminó muy rápido. Fueron sólo chispazos portando la casaca de su amado Flamengo, Corinthians y Paranaense.
Por más que en todos los canales de Brasil aseguraban que jugaría el Mundial de 2014 y que su carrera no estaba terminada, el balón ya no pudo ayudarle a un hombre que perdió motivación y rumbo tras la pérdida de su guía.
“Jamás escondí el asunto de la bebida. Tomé mucho por depresión después de la muerte de mi padre. Estuve perdido, sólo quería dormir, beber y llorar, lloré mucho”, explica.
Cuando Adriano actuaba en papel estelar era un tanque de guerra impenetrable, arrollador, irresistible, con la precisión de un francotirador y la sutileza suficiente para desactivar una bomba. Su potencia y habilidad eran tales que podía ser una mezcla entre Batistuta y Rivaldo. Generando quizás al sucesor de Ronaldo. Pero la vida que durante mucho tiempo fue muy dura con él, le puso una prueba más por delante, aunque en esta ocasión no fue capaz de afrontarla. Su Imperio se vino abajo y sólo le quedó nuevamente refugiarse donde todo empezó.
“Siempre regreso a la favela en busca de humildad, sinceridad y fuerza, porque esta gente que sufre, al final sonríe y trata de ser feliz, a pesar de que no tenga nada. La gente de la favela sabe bien quién y cómo soy. Aquí nadie me trata como ‘Emperador’ sino como Adriano, aquí me siento realmente ser humano”.




