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Opiniones, análisis y puntos de vista de los principales columnistas deportivos de RÉCORD. Entérate de lo que piensan los expertos del futbol mexicano y más.

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“Ni Dios, aunque quisiera, podría hundirlo”, ésa fue la frase de batalla en 1912 con la que zarpaba desde el sombrío puerto británico de Southampton el transporte público más grande jamás antes construido por el hombre. Un prodigio de acero y madera desbordado en lujos extremos y dimensiones incomprensibles. Un ostentoso barco construido desde la altivez, la jactancia y la soberbia de ser más poderoso a cualquier otra fuerza existente. Un navío con una oscura trampa escondida en sus salidas y escasos botes salvavidas, que sólo aseguraban, se utilizarían como decoración. Le llamaron RMS Titanic y debía cruzar el vigoroso Atlántico norte en busca de Nueva York. Nunca llegaría. Cinco días después de salir desde Inglaterra, su historia se transformaría en desdicha eterna.

Antes de tomar el inconmensurable Océano, tendría dos escalas; la primera en Francia, y la segunda en Irlanda. La orilla gala era Cherbourg, una pequeña comuna que coexiste con la cercana y diminuta isla inglesa llamada Guernsey, aguas por las que también pasó el prepotente trasatlántico. Ahí entre vientos alborotadores nació Matt Le Tissier, el más chico de cuatro hermanos de descendencia francesa, pero británicos en toda la extensión.

Como buenos ingleses soñaban con dos cosas: ser marineros y surcar el mar por donde insinuó su omnipotencia el trágico y a la vez cotidiano tema del Titanic o futbolistas.

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