Los Pumas solamente hablaron con el espíritu, porque no pudieron hacerlo con los pies cansados. Entre tanto viaje, ayer hicieron escala en la realidad. La Liga es un sueño agolpado en la nostalgia, y la Copa Libertadores, las riendas que tiran y empujan las piernas desgastadas. A los felinos no les alcanza. No ayer. No ante un León dinámicamente persistente y ganador.
Si la ecualización entre la mente y el cuerpo era necesaria, entonces apareció Van Rankin para contradecirlo, cuando no conectó los pies con la cabeza manifestado con un error de decisión. Barajó mal la jugada y donde debió existir un balón despejado a Plutón, apareció una mala recepción en forma de asistencia para un Darío Burbano inclemente.
No hay nada como un pase de gol al contrario. Nada tan hiriente como la pérdida de la confianza, que después sería amenaza, porque aquella banda izquierda habitada por el desorientado lateral derecho era ‘maximizada’ por un León que olió la sangre.
Maxi Moralez abrió la puerta, se quitó el saco, colgó las llaves y el balón arriba de un bombeado Alejandro Palacios. Fue una jugada que lo hizo sentir como en el sofá de su casa, igual de cómodo, igual de autoritariamente relajado.
Entonces, Pumas apeló al espíritu. Fidel Martínez hizo un gol con el instinto, cuando punteó una pelota inerte en el área. Había partido, desde la férrea manera de negarse a morir. Pero no, Pumas no vivía, sobrevivía.
Fue el Pikolín Palacios quien hizo de sus guantes, paredes, de sus piernas, murallas, y de sus uñas, desviadas imposibles. Y en esa dinámica, estiraba la cancha desde la retaguardia hasta la portería contraria. Cada avance era un maratón sin agua.
Y así, las delgadas líneas entre lo deseable y lo posible fueron atravesadas en Ciudad Universitaria. El afinado de Pumas cruzó esa barrera entre lo exigido y lo recibido. Pidió Liga y Copa Libertadores. El futbol solamente puede entregarle uno de los dos deseos, a partir de la dosificación de los cuerpos. Y de los sueños…




