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Opinión

Felipe Morales

Con un estilo fresco y una pluma original, Felipe Morales nos cuenta las mejores historias del futbol desde su perspectiva periodística.

Se escribe Monterrey, se pronuncia Campeón

2019-12-30 | Felipe Morales
FELIPE MORALES
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Un vapor tibio rodeó el llanto de Antonio Mohamed. Su fallecido hijo Farid alzó la copa desde el cielo; cuando la dama de plata fue besada por el Monterrey, en el acallado Estadio Azteca, el ‘Turco’ le cumplió la promesa de Campeón a su pequeño. Rayados fue lo imposible.

En los penales, poco importó que Guillermo Ochoa hubiera atajado uno desde el instinto o que Guido Rodríguez fuera el mejor del curso y que la pelota no le obedeciera en un envío lanzado a Plutón o que Nico Castillo se creyera más de lo que es al pedir el primer balón. 

Pudo más aquella vieja resiliencia regia, que vivió en los guantes magnetizados de Marcelo Barovero o en la templanza de Rogelio Funes Mori o en la sangre de Janssen o en la pasmosa frialdad del victimario Vangioni.

El América vio cómo se diluyeron sus esfuerzos. Al inicio, como quien sube un monte, teniendo clara la punta, Federico Viñas retuvo la pelota de espaldas, giró, escaló una y otra vez el borde del área  y clavó la estaca con la zurda cuando había llegado al objetivo del gol; la pelota pegó en el primer palo y Viñas ni se inmutó. Lo tenía todo planeado. 

Antes de la tanda de penales, Monterrey, anestesiado, no había entendido en el primer lapso que los partidos se juegan desde la propuesta, porque hacerlo a no perder, casi siempre es perder. Desorbitado, el equipo del ‘Turco’ Mohamed tenía tanta ofensividad como filo tiene una almohada. 

Un intento de Funes Mori se esfumó en el pecho de Guillermo Ochoa; el VAR  le anulaba legítimamente un tanto a Bruno Valdez y a Roger Martínez, pero el América era una locomotora, que pulverizaba cada aliento regio, consumido en la ausencia de temeridad. 

Entonces, Miguel Layún rechazó al centro un envío, por derecha; Richard Sánchez se tomó un café en el balcón del área; le puso dos de azúcar, alzó la cara y le metió el borde interno a la pelota hacia el poste más lejano de un Marcelo Barovero que, tendido en el aire, iba haciendo muecas de gol en contra. El ‘Trapito’ se estiró como el que más, pero aquel envío contenía mucha calma, más colocación y demasiada cafeína.

Daba la sensación de que el América piloteaba el partido en automático; Barovero le atajaba un con la cutícula un mano a mano a Viñas y se confirmaba una cosa: El Estadio Azteca ruge la voz del pueblo que viste de amarillo y grita con el pecho de fuego. 

El Monterrey estaba más desgastado físicamente que una lija; la altura confirmó que no estaban a la altura. Eran comparsas; testigos mudos de una extraña mística oponente. Pero Mohamed sabe una cosa: sus transiciones son más peligrosas que su posesión. 

Jorge Sánchez abanicó un balón como otra manera de que el futbol a veces es una comedia involuntaria.  Así, Rogelio Funes Mori entró al área chica sin tocar el timbre, se puso pantuflas, se sentó en el sillón y empujó una pelota con moño de Dorlan Pabón. 

El América del segundo tiempo fue el Monterrey del primer tiempo. Rayados forzó la maquinaria. Y lo llevó a los tortuosos tiempos extra. Luego, vinieron aquellos penales que confirmaron la maldición del sexto lugar, que se quedó en el travesaño de Viñas, el uruguayo...

Con el latido del corazón como contador, Vangioni amagó a la izquieda de Ochoa; cobró el último como en un entrenamiento y corrió con los brazos extendidos hacia la eternidad. La 14 azulcrema puede esperar; la quinta rayada se eleva en el viento con aquella promesa turca cristalizada y con aquella dorada leyenda: Se escribe Monterrey. Se pronuncia Campeón.

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